Compartimos hoy varios fragmentos de un memorable artículo dedicado a la Virgen de la Soledad, escrito por nuestro admirado Basilio Pérez Camacho. Basilio, cantillanero cabal y sabio, dejó tras su muerte un vacío insustituible, pero además de su entrañable y emocionado recuerdo, conservamos de él sus escritos, que testimonian un profundo amor por Cantillana y sus cosas. Por ello, la Patrona ocupaba un lugar preeminente entre sus pasiones y anhelos, como demuestran las líneas siguientes.
Basilio Pérez Camacho, fragmentos del ensayo Evocaciones en torno a la imagen de la Soledad (publicado en 2006 en la revista Tiempo de Pasión, de Cantillana)
[...]
Recuerdo, con una inmensa pero ya moderada nostalgia, cómo al llegar a la rampa de losas de cuadritos rosas y grises de la Ermita, sobre la que se asentaban unos fuertes y bastos bancos de cemento, sentía una lógica separación física, y seguramente bastante espiritual, entre el pueblo y los umbrales del pórtico que nos disponíamos a traspasar con toda la ilusión e interés que rebosaban de la mente infantil [...].
El interior del templo lo recuerdo, o quiero recordarlo, oscuro y solitario, aunque estuviese lleno por las incesantes visitas dominicales de infinidad de niños y mayores revestidos con sus mejores galas, propias del día de la semana en el que siempre nos solíamos vestir de nuevo los que conformábamos las clases media y baja de Cantillana.
El aire otoñal e invernal que enmarcaba estas visitas le daban el inevitable sesgo de fragor romántico, [...] la Soledad aparecía siempre inalcanzable por su majestuosidad y negra virginidad. Seria y triste, con su solemne rostro, de ojos más grandes que la boca, disposición estética rebuscada por su autor y que algunos de los entendidos del momento atribuían a la falta de buena disposición laboral del imaginero de turno.
Con su lamentable cara, forrada de lamentos y peticiones desgarradoras de todo un pueblo, que siempre la utilizó para encauzar y desaguar sus más profundos y poco claros gemidos, era el brillante broche de unión de los villanos que siempre buscaban la dispersión partidista, para luego darse el gusto, aunque sólo fuese de aparentar el nexo global con cada una de las individualidades, que quedaban totalmente eclipsadas por la serena y fuerte belleza de la sublime e interesante escultura, encargada de representar con su mando y patronazgo a toda, absolutamente a toda, la villa de Cantillana.
Con tal encargo y cometido por ejercer, no nos debe extrañar tan excelso y solitario título. La Virgen está sola, sí, sola y sóla con acento diacrítico, nadie quiere ni puede acompañarla más de lo que marca el protocolo para las recomendables y deseadas visitas sociales. Es tanta su Soledad, con mayúsculas, que todos quedaríamos despojados de nuestra propia personalidad por el intenso dolor que encierra en su más profundo interior; dolor inyectado por la propia Pasión de su Hijo y que, aunque la llena de la máxima comprensión humanitaria, a la vez, la reviste de una suave y resbaladiza pátina por la que caen los siempre egoístas, a veces mezquinos y no del todo cristianos deseos que le imploramos con nuestro educado y bien aprendido fervor.
Así es la belleza estática e irritante de la escultura centenaria, cansada e ilusionada, segura y flexible, y algunas veces atrevidamente evaluada por quienes tenemos el don de la osadía de la ignorancia. Ahí está y ahí permanece, aguantando el paso inexorable de un tiempo que no puede discurrir por tan intemporal belleza, que no se atreve a romper el silencio que la envuelve en su omnipresente advocación mariana, en la soledad siempre posible, aunque inevitablemente, engarzada junto a su Cantillana.
Es la total y absoluta exposición de la Virgen y no una virgen para una exposición, a la que sólo los buenos o malos hálitos de la villanía, maquillados por edulcoradas lágrimas y expresiones incalificables, totalmente magullados por desoídos, impidieron felizmente su no magna presencia.
[…] La estación penitencial se acercaba y se disponían ya a preparar los tres pasos de la hermandad; de los tres, me quedo con el de la urna blanca y dorada, de madera y cristal. […] ¡Qué paso con tanto encanto y tanta personalidad!, ¡qué paso tan cantillanero!, con su enorme colchón de tonos claros sobre el que reposaba la imagen de Jesús […]. Después venía el paso de San Juan y la Magdalena, el primero con el índice extendido, marcando el camino de Jesús, y la segunda portando el cáliz con su sangre, que sólo ayudaba a hacer más destartalada la larga procesión.
Y al final, y por fin, la Virgen, la Soledad, sobre su valioso palio negro y oro de Rodríguez Ojeda, rodeada por cientos de devotos y amenizada por una banda de música que, por lo visto, le fue incorporada en tiempos de Los Gallegos […]. Largas filas de promesas femeninas con velas daban todavía un carácter más fúnebre y más de pueblo a la procesión [...]. Siempre había escuchado comentar que promesas, las que la Virgen llevaba en los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil, sobre todo cuando salió de forma excepcional y sin palio, para reparar los horrores vividos en tan dramática tragedia nacional, de los que Ella se libró por el buen quehacer de sus fieles cazadores.