Luis Manuel López Hernández, fragmentos del artículo titulado Aquel Viernes Santo de siempre (publicado en la revista Tiempo de Pasión, de Cantillana)
Tuvo el Viernes Santo en Cantillana sabor añejo, ancestral, color de tarde melancólica y señorial, con sol eclipsado, con negras galas, con llamas encendidas de la fe, en cera amarilla…
Tuvo olor, irremediablemente aromático, a incienso, a ropón antiguo, a flor recién cortada de los arriates y macetas de los patios: a lilas, brujillas, a flor de jarra, a exótico azahar…
[…] Era entonces Viernes Santo de verdad, con toda la tragedia que esta luctuosa jornada posee, con todo su significado, con todo su sentido. Era entonces Viernes Santo de verdad, de sol en la tarde, de luna plena en la noche, de Calzá repleta de cantillaneros: sombreros negros, negras mantillas, negros crespones y corbatas. Era Viernes Santo de Oficios, de bandera a media asta, de reverencia a la cruz. En el ambiente, el dulce y empalagoso éter de las torrijas y de los pestiños era contrapunto ideal a la, todavía impresa en el gusto, salazón del bacalao.
Entonces, la marcha era lenta y rápida a la vez. Sobrecogía todo: la campanita tañendo, la cruz alzada con negra manguilla, la cera ardiente, el cedro, la plata, el dorado de los pasos…
El blanco sudario de la cruz desnuda en el Calvario luchaba al viento y en romántico gesto, la Magdalena, cáliz y pañuelo en mano, conversaba en silencio… […] El evangelista, mi Juan, con varonil postura, aureola de plata en su testa, siempre tenía la mirada fija, no se sabe bien hacia dónde. El conjunto era simplemente… encantador.
[…] Entre los turbios cristales, la imagen trágica y oscura, flácida y sacra, del cuerpo inerte del Redentor, sobrecogía a todos. Siempre la blanca mantilla cubría íntegro el cuerpo de Cristo; sólo su rostro imponente levemente se apreciaba. Justo después, venía un sonido, estridente a veces, popular y peculiar siempre. Los judíos: negras siluetas con tambor, eterna estampa cantillanera.
Y entonces, sólo entonces, marchaba, regia y soberana, Ella, la Madre, la Señora Dolorosa bajo palio. Ella, Patrona, arrastraba tras de sí todos los anhelos de la villa y en su candelería ardía, consolándola, la fe del pueblo. Traía murmullos y suspiros, traía llantos y traía, en su marcha, silencio, mucho silencio. Traía, también, palabras, hechas en plata callada: STABAT MATER DOLOROSA... Todo un cielo negro de argénteas estrellas la cubría y clavábasele en su corazón la oración como saeta, que la noche le lanzaba.
Tuvo el Viernes Santo en Cantillana sabor añejo, ancestral, color de tarde melancólica y señorial, con sol eclipsado, con negras galas, con llamas encendidas de la fe, en cera amarilla…
Tuvo olor, irremediablemente aromático, a incienso, a ropón antiguo, a flor recién cortada de los arriates y macetas de los patios: a lilas, brujillas, a flor de jarra, a exótico azahar…
[…] Era entonces Viernes Santo de verdad, con toda la tragedia que esta luctuosa jornada posee, con todo su significado, con todo su sentido. Era entonces Viernes Santo de verdad, de sol en la tarde, de luna plena en la noche, de Calzá repleta de cantillaneros: sombreros negros, negras mantillas, negros crespones y corbatas. Era Viernes Santo de Oficios, de bandera a media asta, de reverencia a la cruz. En el ambiente, el dulce y empalagoso éter de las torrijas y de los pestiños era contrapunto ideal a la, todavía impresa en el gusto, salazón del bacalao.
Entonces, la marcha era lenta y rápida a la vez. Sobrecogía todo: la campanita tañendo, la cruz alzada con negra manguilla, la cera ardiente, el cedro, la plata, el dorado de los pasos…
El blanco sudario de la cruz desnuda en el Calvario luchaba al viento y en romántico gesto, la Magdalena, cáliz y pañuelo en mano, conversaba en silencio… […] El evangelista, mi Juan, con varonil postura, aureola de plata en su testa, siempre tenía la mirada fija, no se sabe bien hacia dónde. El conjunto era simplemente… encantador.
[…] Entre los turbios cristales, la imagen trágica y oscura, flácida y sacra, del cuerpo inerte del Redentor, sobrecogía a todos. Siempre la blanca mantilla cubría íntegro el cuerpo de Cristo; sólo su rostro imponente levemente se apreciaba. Justo después, venía un sonido, estridente a veces, popular y peculiar siempre. Los judíos: negras siluetas con tambor, eterna estampa cantillanera.
Y entonces, sólo entonces, marchaba, regia y soberana, Ella, la Madre, la Señora Dolorosa bajo palio. Ella, Patrona, arrastraba tras de sí todos los anhelos de la villa y en su candelería ardía, consolándola, la fe del pueblo. Traía murmullos y suspiros, traía llantos y traía, en su marcha, silencio, mucho silencio. Traía, también, palabras, hechas en plata callada: STABAT MATER DOLOROSA... Todo un cielo negro de argénteas estrellas la cubría y clavábasele en su corazón la oración como saeta, que la noche le lanzaba.